Se pinta una uña de negro por cada vez que haya querido mandarlo todo a la mierda (está de luto).
Sabe que va a morir joven y, además, sin haber conseguido nada, así que decide hacerlo todo.
Decide leerse un libro, pegarle una patada a un árbol (como si éste tuviera al culpa, vaya) y dejar embarazada a la zorra de la semana pasada, pero en realidad sólo le puede pegar unas ladillas. Hasta para eso es patético.
Mira el bote de pastillas que está justo al lado de su ordenador. Ha consultado todos los enlaces que ofrecía la Wikipedia (en su idioma materno) sobre ese tipo de sustancia y sus efectos. No se le escapaba una, vaya. Siempre queriendo saberlo todo.
Qué incomprendido se sentía. Qué estresado. Qué agobiado, qué ensimismado, qué asqueado, qué apático. Qué de todo se sentía porque nadie le podía escuchar, porque los demás eran todos unos gilipollas y unos ignorantes, porque nadie entendía sus problemas, que eran los más grandes, por supuesto. Porque nadie comprendía su eterno sufrimiento y su sensación de malestar. ¡Qué desagradables eran todos! ¡Qué poca empatía! Es que, ya se sabe, la gente de ahora no sabe escuchar. Ahora sólo van a lo suyo, con sus cables y sus cosas y sus prejuicios. Pero él no era como ellos, claro. Él los sobrepasaba (con creces) y, además, no los necesitaba. Era demasiado genial. Lo tenía todo. Era tan especial que se daba asco (o que les daba asco).
Decidió echar mano del bote. "No hagas ruido", siempre le decían de pequeño.
Escuchando: Placebo - Protège moi