Miraba con una mezcla de entre asco y expectación cómo los trozos de galleta nadaban en su vaso de leche… Los había echado, troceados, hace cosa de media hora y ahora rozaban el estado de descomposición formando una masa pastosa ciertamente desagradable. Se le había pasado el tiempo volando mientras deslizaba, entre asombrado y avergonzado, la rueda de su ratón, lentamente, por aquella página web que nunca antes se había atrevido a visitar.
De repente, su madre entró en la habitación sin llamar, como acostumbran a hacer todas las madres, para preguntarle por su improvisada merienda. Se subió los pantalones, nervioso, y dio una respuesta tan idiota que bien hubiera podido servir de detonante directo para que le internaran en un hospital psiquiátrico.
En fin, se libró de su impertinente progenitora y, con la mochila al hombro, se dispuso a acudir a su cita en aquel puto bar de siempre, donde trabajaba ocasionalmente algún fin de semana, y donde quedaba habitualmente con sus hormonados compañeros de clase.
Allí, hastiado tras cinco horrorosas partidas de billar consecutivas, decidió terminar los menesteres que había dejado sin acabar por la tarde, antes de tan inoportuna interrupción. Se encerró en un apestoso baño lleno de charcos de meada y bolas de pasta de papel higiénico y concluyó su clandestina obra inacabada mientras clavaba los ojos en una inscripción hecha probablemente a boli bic que decía “No veas cómo la chupa esa guarra”.
Escuchando: Suit Tiger - Waking the cow